La Espina

“Espalda erguida, frente en alto y mirada hacia delante. Así hay que caminar, como en la vida” me digo a mí mismo mientras la banda de la caminadora eléctrica pasa por debajo. Sin embargo, no logro impedir bajar la mirada hacia mis piernas que avanzan decididas. Zancadas largas y firmes que sustituyen a pasos temblorosos e inseguros de no hace mucho tiempo. De cuando en cuando se cruza un pie delante del otro, pero corrijo de inmediato, no sin tener que apoyar ligeramente la mano en el brazo de la máquina. Observo con gusto que mis muslos y pantorrillas han recuperado la firmeza y fortaleza hace 9 meses perdidas.

Aún recuerdo ese día como si fuera ayer: el sol primaveral del mediodía me quemaba la espalda. El aire era caliente, tan espeso que casi se podía tocar, sólo como se puede sentir en la jungla veracruzana. Arribamos a la orilla del río y bajé de la lancha inflable. En mis piernas sentía la corriente de agua tibia que en este punto del río era más bondadosa, lo suficiente para poder desembarcar y sacar la lancha del agua. La jalamos entre los 7 tripulantes hasta la orilla. “Un, dos, tres, ¡arriba!” dio la orden el líder del grupo. Me agaché doblando la cintura y flexionando ligeramente las piernas. Jalé la embarcación con mi mano derecha asida a la cuerda que la rodeaba. Solté de inmediato. Una sensación de fuego dentro de mi costado inferior izquierdo no me dejó seguir adelante. Al eliminar el peso que ofuscaba a mi cuerpo, la sensación desapareció por completo.

Llegó la noche, que era especialmente estrellada. Caí rendido después de un día de gran actividad.

Al día siguiente, al abrir los ojos, los rayos del amanecer se colaban discretamente por la tela blanca de la tienda de campaña. Se podía oler el húmedo rubor de la vegetación alrededor. Sentía un cosquilleo en la pierna izquierda, como si esta hubiese permanecido bajo el resto de mi cuerpo mientras dormía. “Ya despertará” pensé. Giré hacia mi costado derecho y un ligero dolor en la espalda media me hizo exhalar una tímida queja. “Me he de haber lastimado un músculo ayer, al intentar cargar el inflable” me dije.

Pasaron un par de días, y ya de vuelta en casa el adormecimiento de la pierna izquierda no cedía. El dolor en la espalda, constante, fue incrementando hasta el punto que se hizo insoportable, como el filo de una daga cortándome la columna. En el transcurso de ese día perdí la sensibilidad en el muslo izquierdo, al grado que podía pellizcarme sin dolor alguno. El entumecimiento se comenzó a extender hacia la pierna derecha.

Inició el tercer día y ya no podía distinguir qué pierna estaba más adormilada. No tenía sensibilidad en las nalgas y los esfínteres del recto y la uretra no respondían, como si alguien estuviera desde atrás, jalándome los músculos, desde el periné hasta el cóccix. Caminaba tambaleante, arrastrando el pie izquierdo sin lograr levantarlo. La fuerza en mis piernas se había extinguido. Bajé la escalera sin evitar apoyarme en la pared. El temblor en mis extremidades era incontrolable, como cuando la carga del caballo excede la capacidad de este. El dolor en la espalda escalaba a niveles insufribles, como si me hubiesen sembrado una semilla en el sacro, del que comienza a germinar con sus duras y espinosas ramas, que surgen rompiendo hueso y tejido sin interrumpir su paso hasta llegar a las costillas.

Dos semanas habían pasado desde aquel día en Veracruz, abro los ojos. Las luces de la sala de recuperación del hospital me deslumbran y no me dejan ver con claridad. Escucho gemidos de una mujer mayor que se encuentra a mi lado. Se aproxima una enfermera y me dice “todo salió bien, el médico quedó muy satisfecho”. Trato de exhalar una palabra pero no puedo, todos los músculos de la cara me pesan demasiado, sigo adormecido. Se me cierran los párpados contra los que no lucho. Antes de ceder ante el inminente sueño recuerdo las palabras del doctor: “tiene un infarto a la médula espinal, provocado por una lesión en la columna dorsal. Hay que operar de inmediato”.

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