Leyendas

Todos los sábados. Pocos eran los fines de semana que faltábamos a la cita, aunque en una familia de 10 hijos y 42 nietos, el quórum siempre era suficiente para que se acabara la olla de arroz y el pollo con mole. Algunos fines de semana variaba el menú, en vez de arroz, se servían frijoles

Daban las cinco en punto y los tíos se sentaban al dominó, las tías, al poker, una docena de primos a ver el fútbol en la tele dentro del mismo salón y otros al jardín a jugar. Los menos, subíamos con el abuelo a su biblioteca. “Uno cada quién, pero con V de vuelta”, solía decir don Manuel. Los cuatro o cinco primos que tomábamos un libro, teníamos el compromiso de devolverlo el sábado siguiente, no sin un resumen y opinión sobre lo que habíamos leído. Las tertulias podían prolongarse hasta altas horas de la noche, pasando el tiempo como un suspiro. No había novia, amigo o plan, que sustituyera nuestras reuniones; claro está, siempre y cuando el abuelo no comenzara con sus lecciones de catecismo. En ese caso, salíamos despavoridos.

Aquel día me llamó la atención un libro en especial. Manchándome las yemas de los dedos con ese polvo que delata el abandono de varios lustros, lo tomé de la repisa superior. Era una compilación de Leyendas de José Zorrilla, cuya edición databa de 1958, claramente desgastado por el uso que en su tiempo se le dio, pero aún en buenas condiciones.

Esa misma semana, consecuencia de un proyecto estudiantil, viajé a Madrid por unos días. En el largo trayecto, absorbí parte importante de la gran compilación, cautivándome en especial una historia en verso de tan sólo dos cuartillas.  Pasadas las cuatro noches que en la ciudad permanecí, ya había memorizado la poesía en su totalidad. El tiempo de volver llegó, y en la sala de espera de Barajas, fantaseaba acerca del capitán de los moros que robó aquella  doncella cristiana, imaginaba su palacio en Granada, sus jardines y flores… De repente un vacío me llenó las entrañas y el instinto me hizo voltear hacia el suelo. Faltaba mi mochila, y con ella, se habían ido mis pocas compras y el libro del abuelo. Ni todas mis quejas ni las movilizaciones policíacas consiguieron dar con el amante de lo ajeno. Pocas horas después, nostálgico y triste, volaba a México, pensando en el capitán y su doncella, que iban con rumbo desconocido, ciertos de que nunca volverían a las repisas de la biblioteca del abuelo.

El tiempo pasó, y mi atracción por aquella obra me llevó a compilar decenas de libros, ediciones buenas, regulares y malas. No importaba, el simple hecho de leer Oriental  apaciguaba la peor de mis noches de insomnio.

En mayo de 2004 el abuelo murió de 97 años. Con él partieron las tertulias y las enseñanzas de una vida llena de experiencias y sabiduría. La biblioteca se repartió entre sus hijos y unos cuantos nietos interesados. Por fortuna me tocaron varios ejemplares, sin embargo, siempre me faltó uno. Habían pasado más de 15 años desde el día en que perdí aquel libro.

Durante el otoño de ese mismo año, mi padre voló a Madrid con alguna excusa de negocios. En esas fechas se instala la feria del Libro Antiguo sobre Paseo de Recoletos. Por ahí deambulaba mi padre, cuando un libro distrajo su recorrido.

Tres días después, entraba por la puerta de mi casa. Sus ojos, como los de un niño ilusionado, contrastaban con un semblante que delata la duda en todo adulto. “Mira qué te traigo, creo que es igual al que le perdiste al abuelo”. No podía creer lo que mis ojos veían. El desgaste, las anotaciones… “¿Podrá ser?”, preguntaba mi padre con cierto aire de incredulidad. “Por supuesto que es”, dije. Lo había reconocido desde antes de abrirlo.

No sé si las cosas suceden por mera casualidad, o si nuestro destino, y para este caso, el de los libros, está marcado; no obstante, hoy, ese libro descansa a un lado de mi cama, y cada vez que lo abro, vivo, huelo y disfruto aquellas tardes de fin de semana, y me gusta pensar que fue él, mi abuelo, el que me lo envió desde algún lugar, donde seguramente sigue disfrutando de sus lecturas, de sus tertulias y de sus lecciones de la vida.

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