De hijos, guardaespaldas y la sociedad.
Dicen que hijos pequeños, problemas pequeños; hijos grandes, problemas grandes.
Antes anhelaba impacientemente los fines de semana, hoy, ansío que terminen.
Lo anterior suena algo fatalista, además de que sería injusto con mis hijos decir que no disfruto de ese par de días conviviendo con ellos, sin embargo sí refleja la impotencia y a veces desesperación que vivimos los padres de adolecentes cuando llegan los días de “asueto”. Y por más que nos lo hayan dicho nuestros padres, esto nunca se experimenta en cabeza ajena, comprendiendo la realidad del problema hasta que uno lo vive en carne propia.
Y sí, creo que la juventud, con todo y sus gadgets y un acceso a la información sin precedentes, sigue siendo la misma de siempre: llena de ideales y esperanzas, de dudas y miedos. Igual que antes, quieren experimentar, conocer… vivir. Sigue habiendo los educados, los maleducados; los abiertos, los más reservados; los idealistas, los más realistas… en esencia los mismos, que repetirán nuestros errores por más que tratemos de prevenirlos, que experimentarán los inevitables amores y desamores, encantos y desencantos…
Pero hay un cambio, que a muchos nos preocupa más que otras cosas. Este cambio lo sufrimos especialmente en nuestra Ciudad de México y en esta sociedad acomodada en la que, por azares del destino, no por derecho ni por mérito propio, hemos nacido algunos pocos.
Esa sociedad que se desarrolla omisa de las realidades y contrastes en nuestro México, esa que ignora a los mendigos en la calle y a las casas “de la esperanza” que se erigen a medio terminar, con sus castillos de varilla descubiertos, esperando el segundo nivel que nunca llegará, a tan sólo unos pasos de nuestras colonias y palacetes, que más que bardeados están fortificados, “por eso de la inseguridad”, haciendo aún más patente la diferencia y la exclusión.
Siempre ha existido esta desigualdad injustificada y lacerante, y hoy más que nunca en los altos estratos sociales se vive al margen, como si no existiera esta gente, excepto para dar servicio en las cocinas, garajes y jardines.
Bajo la excusa de la creciente inseguridad nos hemos encerrado, ahondando un abismo atroz y difícil de desvanecer. Y claro, la más grande de las desgracias es que esto es lo que viven y maman nuestros hijos todos los días, con padres que con el ejemplo les hacen creer que valen más, ya ni se diga por tener el reloj más caro, la ropa de marca o los más extravagantes viajes, sino por lucir el mejor coche blindado, con la escolta más numerosa -patrulla incluida, entre mayor número de luces, torretas y sirenas mejor, y claro, el tumbaburros más grande y sin placas, de preferencia-, sin hacerles ver que el tener conlleva una gran responsabilidad, más que un privilegio, y que a la persona se le valora por ser, no por tener.
México es el único país que conozco donde una terrible e incómoda necesidad de utilizar seguridad privada, consecuencia de la incapacidad del gobierno de brindar seguridad pública elemental para todos, ahora se ha vuelto símbolo de estatus, con ejércitos pequeños pululando por las calles al servicio del señorito o señorita, cuya impunidad, prepotencia y mala educación los lleva a desplantes tales como el de la reciente y ya infame Lady Profeco. Basta ir a recoger a nuestros hijos a alguna fiesta o “antro” para atestiguar el comportamiento rutinario de esta pobre juventud que se siente merecedora de todo lo que tiene a manos llenas y más. Y como dice mi mujer: “con el alcohol la idiotez aumenta y la prepotencia florece”. De forma chusca, pero lastimosamente real, nos presenta algo de esto Gaz Alazraki, en un actualizado remake de Buñuel, la cinta Nosotros los Nobles.
¿Y cómo no, si vemos a los padres luciéndose de igual forma?
El daño a la sociedad y la ciudad es inmenso, pero el infligido a nuestra juventud es brutal e irreversible.
Con el afán de cuidar a nuestros niños estamos causando el efecto contrario, acercándolos cada vez más al despeñadero.