Secuestrados por el automóvil.
En la Ciudad de México el transporte individual motorizado sigue siendo la primera opción para quien cuenta con los recursos necesarios. Vivimos rehenes del automóvil.
Los residentes del Valle de México –y gran parte del país– crecimos en la cultura de adoración al vehículo de cuatro ruedas, autolavando nuestro cerebro para convencernos de que lo que hace falta son más carriles, más pasos a desnivel, más puentes peatonales, más segundos pisos… menos glorietas, menos camellones, menos banquetas…
Tal dependencia nos tiene cegados, sin darnos cuenta de que todas nuestras acciones van dirigidas a alimentar nuestra adicción, con paliativos de corto plazo que no hacen más que agravar el problema en el tiempo, con más y más tránsito, y más y más contaminación.
Si se inaugura un nuevo paso a desnivel o aumenta un carril, o una nueva calle, todos somos felices los primeros meses, para luego sufrir las consecuencias de la comprobada teoría del tránsito inducido. Entonces, volvemos a exigir otro paso, otro carril. El círculo pernicioso que garantiza la decadencia de cualquier ciudad.
Nuestra frustración nos impulsa a señalar culpables, que sin duda los hay: los gobiernos, que durante muchas décadas, han impulsado políticas públicas equivocadas y populistas, a veces motivadas por la corrupción y en colusión con intereses particulares.
El otro culpable es peor, pues ni siquiera sabe que lo es. Sí, nosotros mismos, al subirnos al auto todas las mañanas, somos parte intrínseca del problema y, como todo buen adicto, exigimos poder vivir nuestra dolencia con la mayor comodidad posible, sin importarnos que siete de cada diez personas que se mueven en la ciudad, lo hacen en transporte público, mientras la inmensa mayoría del presupuesto se va en infraestructuras y mantenimiento para la minoría que usa transporte privado, responsable del 80% de la emisión de contaminantes.
¿Tiene solución? Sin duda, pero la medicina es amarga y la recuperación lenta y dolorosa. Corregir errores y malos hábitos de años nunca ha sido fácil.
Desde mi punto de vista, debe de ser por dos frentes: el primero, implementando políticas férreas encaminadas a desincentivar el uso del automóvil como: impuesto a la tenencia y al uso vehicular –quien más lo use, que más pague–, verificaciones más estrictas, donde los centros dedicados a esto puedan ser auditados periódicamente, aplicación del reglamento de tránsito -en las redes sociales muchos culpan a los límites de velocidad del nuevo reglamento de tránsito por el aumento en la contaminación. No hay nada más absurdo. Lo que sí sucede es que a 30 km/h la probabilidad de sobrevivencia de un atropellado es del 95%, cuando a 64 km/h es del 15%, y arriba de 80 km/h es de 5%-., sólo por mencionar algunas de las múltiples iniciativas que se pueden aplicar. Segundo, un plan de movilidad enfocado en infraestructura de transporte público y alternativo, con más líneas de metro, metrobús y autobuses dignos -no los microbuses o “peseros”-, más bicicletas, menos puentes peatonales y más pasos a nivel de calle, banquetas más anchas y mejores espacios públicos.
Debemos cambiar nuestra mente. Deprime mucho ver que tener “el estacionamiento más grande del mundo” en el nuevo aeropuerto de la Ciudad sea motivo de orgullo. Qué distinto sería ver el anuncio de la construcción de las mejores líneas de metro y tren ligero que llevarían a la mayoría de los pasajeros desde los distintos puntos de la ciudad.
En los últimos años han habido avances en esta materia, algunos con mayor éxito que otros. Debemos apoyar las buenas iniciativas, que muy probablemente afectarán nuestra comodidad temporal, pero son benéficas para una ciudad futura más vivible, amigable con el peatón y con el medio ambiente.
Comencemos por el principio y aceptemos nuestra realidad: “hola, me llamo Antonio y soy adicto al automóvil”.
Publicado originalmente en Periódico Reforma el 05/04/2016