De imperios y quimeras.
Tras la conquista de las Américas, España se convirtió en el reino más poderoso del mundo. Nadie había tenido el control de tantos territorios ni el acceso a tan vasta variedad de recursos infinitos generadores de riqueza. Famosa es la frase adjudicada tanto a Carlos V como a su hijo, Felipe II: “En mis dominios nunca se oculta el sol”.
Durante cientos de años cruzaron el Atlántico los galeones cargados de mercancías y bienes de todo tipo, incluidos el oro y la plata, predominando este último metal. Se creó toda la infraestructura para la extracción, refinación, traslado y concentración de los metales, y los impresionantes fuertes que hoy son atracción turística desde México hasta Sudamérica, fueron concebidos para su protección mientras llegaba a su destino final en la Madre Patria.
Así, España se llenó de plata, que a pesar de haber sido factor para su supremacía, terminó siendo una de las causas principales de su ocaso.
¿Por qué un elemento tan rico y codiciado en todo el orbe fue motivo del fin de uno de los grandes imperios de la historia? Porque los españoles cometieron dos graves errores: primero, ignoraron una de las reglas fundamentales de la economía, considerando a los metales como un fin y no como un medio para originar bienestar. Creyeron que entre más acumulaban, más ricos serían, sin entender la idea de que el valor del dinero es relativo a la oferta y demanda. Acumularon tanto metal que ellos mismos fueron la causa de su depreciación[1]; y segundo, ya que lo emplearon, en vez de construir puertos, carreteras y demás infraestructuras que fomentaran el comercio, el verdadero motor económico de la época, lo malgastaron en sus guerras contra los infieles, quebrando al erario más de una docena de veces en ciento cincuenta años. Hubo otros que comprendieron el valor del dinero y su utilización para el financiamiento, sobresaliendo los que serían los siguientes grandes jugadores: primero Gran Bretaña y después Estados Unidos.
Obviamente la anterior es una explicación simplista y parcial de la terminación del dominio ibérico, sin embargo creo que muy aleccionadora.
Los países económicamente exitosos a lo largo de la historia han sido los que han entendido que la riqueza se crea logrando valor agregado a los productos y servicios, formando un mercado de competencia, donde rigen las reglas de la oferta y la demanda; que tener muchos recursos naturales no significa nada más que el potencial de algún día lograr un beneficio, si es que se explotan correctamente. De esa forma tenemos muchos ejemplos de países con extensiones grandes, ricos en materias primas pero con una población pobre; y de países pequeños, sin mayores bienes nacionales pero con una población próspera. Y los que tienen recursos, territorio y además los saben usufructuar, se han convertido en las actuales potencias mundiales.
Aquí seguimos siendo uno de esos ricos países pobres. Los mexicanos, peor aún que los antiguos conquistadores -ellos sí eran eficientes en la extracción y refinación de su principal recurso-, nos apoltronamos sobre nuestro principal bien natural -léase petróleo y gas-, ufanándonos de ser poseedores de un gran patrimonio, mientras en otras latitudes lo sacan, lo transforman y lo venden con gran plusvalía.
De nada nos sirve ser de los nueve países con mayores reservas de petróleo y el cuarto en gas de lutitas si no somos capaces de extraerlos adecuadamente. No hay forma de que un gobierno por sí solo esté preparado para hacerlo; se necesita de la participación de empresas privadas, nacionales y extranjeras, que cuentan con el dinero y la tecnología para lograrlo.
Algo hemos avanzado con respecto al derroche de los añejos defensores de la fe cristiana. Después de múltiples crisis aprendimos a cuidar nuestros egresos en relación con los ingresos, manteniendo una economía sana. Nos falta lo más importante: aprovechar al máximo nuestros abundantes recursos para generar riqueza.
La plata fue la quimera del imperio español que ocasionó su ruina, explotándola muy eficientemente para derrocharla después; la nuestra se llama petróleo y gas, que ni siquiera hemos sabido utilizar.
A menos que dejemos atrás los falsos argumentos en defensa de una supuesta soberanía nacional, superando paradigmas basados en ideas y dogmas arcaicos y obsoletos, seguiremos siendo el país de la eterna contradicción, con recursos abundantes y subdesarrollo lacerante.